El cielo está nublado. Va a comprar un par de cosas. No tiene amigos, se apoyaban mutuamente y ahora los dos han caído. La simbiosis se ha roto. Ve a una pareja de ancianos paseando de la mano. No hablan, cada uno piensa en lo suyo, pero se quieren y se tienen, al fin y al cabo.
Cuando llega a casa saluda a una vecina. Le gustaría hablar con ella, contarle sus temores, pero seguramente ni siquiera le importen. Escribe una carta al amado, una carta que Él debería leer en su regreso. Le cuenta todos sus pensamientos, sus temores, su soledad. En realidad, más que para que Él la lea, la escribe para desahogarse, para no explotar en el momento final.
Él escribe otra carta. Se complementan. Conoce su destino, de modo que es una carta de despedida. Sabe que no la leerá, pero... la escribe para desahogarse, como ella.
Ya no ondean estrellas y bandas, que junto a la esperanza de los amados caen ineludiblemente sobre las húmedas, ásperas y finísimas arenas movedizas orientales.
El no está bien, apenas come y bebe. Solo piensa en Ella. No tiene nada más que hacer que alimentar su deseo de verla, de escucharla, de olerla, de probarla, de unirse a Ella.
El perro está enfermo, mañana lo llevará al veterinario, a Él si lo puede salvar. ¿Quién puede salvar a su amado?
No le apetece recoger la ropa y ésta se amontona junto con los platos sucios en el hogar que los vio construir un amor sincero, basado en la libertad y el respeto. Tiene frío, Él la hubiera calentado, la hubiera arropado y le hubiera susurrado algo bonito al oído. En la calle, una gélida brisa infernal acaba con serafines y querubines.