Situémonos en el 26 de enero de 2006, jueves. Como todas las noches de enero, esta era fría, una noche de esas que uno pasaría en casa mejor que en cualquier otro sitio. Yo lo habría hecho, pero hay fuerzas contra las que uno no puede luchar, entre ellas la de NGC 224, Andrómeda, que no es una galaxia espiral por casualidad. Complejo de Perseo, lo llamé.
Venía de matar a la infame Medusa, maldita gorgona embarazada cuya mirada a un punto estuvo de petrificarme. Agarrada su cabeza por las viperinas serpientes que tenía por cabellera, esa noche volé a lomos de Pegaso, lo único bueno que nacería de Medusa, más blanco que nunca y más rápido. El movimiento frenético de sus patas mientras volaba hipnotizó a quienes nos miraron. Algunos incluso se arrodillaron y suplicaron por sus vidas, ignorantes de que ese día sería benefactor de princesas y verdugo sólo por buena causa.
A lo lejos vi, qué belleza, a la futura madre de mis hijos, horriblemente encadenada a una roca junto al mar, toda desnuda, entregada contra su voluntad a Ceto, un despreciable monstruo marino. Mi enamoramiento, repentino pero sincero y profundo, me obligó a descender a la playa, donde hablé de mi amor a Casiopea y Cefeo para acabar rogándoles la mano de su hija. Las predicciones del oráculo de Amón les hicieron dudar hasta que les convencí de que mataría a Ceto y la haría libre para siempre.
Gracias a las propiedades de la cabeza de la gorgona, pude cumplir mi promesa: aquel monstruo quedó reducido a simple coral. Desaté a Andrómeda con la destreza que merecía el momento y nos habríamos casado entonces si Casiopea no hubiese prometido la mano de su hija al príncipe Agenor, que se presentó con su séquito interrumpiendo la boda. Pero mi amor no entendía de príncipes ni de séquitos y lleno de rabia petrifiqué a todos menos a Agenor, que renunció a Andrómeda, como debía.
Entonces, como si nada hubiese pasado, nos casamos felizmente y ahora vivimos juntos en el cielo del Norte.