Sunday, 11 November 2007

Un sevillano en Florencia

Italia bella. Llevábamos ya más de una semana de viaje por Italia. Habíamos visitado Génova, Sicilia, Pompeya, Nápoles y otras ciudades antes de llegar a Florencia. Dormíamos en el Camping Michelangelo, junto a una plaza con ese mismo nombre donde hay una copia de El David de Miguel Ángel. Nos quedamos allí dos días y medio con sus dos noches.

La primera mañana bajamos a Florencia, digo bajamos porque el camping estaba en una pequeña colina. Anduvimos sin rumbo aparente, pero bien estudiado, guiados por Mozúm, un páter al borde de la jubilación con energía para dejarnos atrás a todos sus alumnos. ¡Qué bonito!, vimos la Galería de la Academia, el Ponte Vecchio con sus innumerables joyerías sobre el río Arno y no sé cuántas cosas más. La tarde transcurrió igual, o parecido, y compré un librillo sobre las principales ciudades de Italia como recuerdo para mis padres. La noche fue, por el contrario, tranquila. Unos chicos intentaron convencerme de que fuera con ellos a alguna discoteca, a la que por supuesto no nos habría dejado entrar con nuestros resplandecientes dieciséis años. Yo lo pensé lentamente: "Vamos a ver, como te lo explico, llevo diez días levantándome a las siete para andar después de un rato caminando y otro a pie visitando iglesias, plazas, fuentes... Tío, déjame descansar un rato y pírate tú si quieres". Eso es lo que pensé, pero se lo dije amablemente.

La verdad es que el camping no ofrecía muchas posibilidades, pero casualmente echaban por la tele un España Italia, en serio. No recuerdo lo que pasó, creo que perdió España, pero bueno, ya se sabe, España unas veces pierde, otras empata y otras, bueno, la excepción que confirma. Después paseé un rato por el lugar mientras oía el estruendo de la música de Dream Theater, que estaba tocando esa noche en la plaza Michelangelo. Había jugando al futbolín unos chiquillos que habían puesto unos papeles en las porterías de tal forma que la bola no entraba. Fue entonces cuando otros de mi grupo y yo conocimos al Sevillano. Lo llamaré así porque no sé su nombre, aunque seguro que me lo dijo. Tenía un año más que nosotros. Era un tipo muy simpático, casi como el estereotipo de sevillano que tiene la mayoría de la gente en la testa. Solo tenía un fallo sevillanamente hablando, a saber: no parecía gustarle mucho la fiesta. Estaba de vacaciones con su familia y tenía una bici, ¡ozú!, ¡qué bici nene!. Nos explicó que lo que nos gastábamos nosotros en alcohol ─ésto lo dijo por las botellas que llevaban algunas en concreto─, él se lo gastaba en su bicicleta. Frenos de disco, amortiguadores, cuadro no sé qué y ruedas no sé cuántos, ¡la Virgen qué bici!

El tipo sevillano era ciertamente un poco extraño, no sé, una especie de Emilio, el de El guitarrista, muy callado pero alerta, atento a todo. Poco a poco, mis amigos se fueron marchando a dormir y finalmente me quedé hablando yo solo con él. Me contó que sabía hacer muchas cosas con la bici e incluso me hizo alguna exhibición.

─ Quillo, ¿dónde has aprendido eso?─ le decía con acento y todo, pues no en vano uno tiene ascendencia andalusí y se pasa por Jaén al menos una vez al año. Él me respondió que en la calle, como todos, y añadió para asombrarme o solo por humildad que de sus amigos él era el que menos virguerías hacía.

─¡Dios! ¡Mierda!, oye tío, me dejas la bici un poquillo que se me ha debido de olvidar la cartera donde los cahavalines del futbolín.

Accedió más fácilmente de lo que yo me imaginaba. La cogí, corrí y... ¡zas! Tengo excusa, era de noche y estaba agobiado por si se me habría perdido la cartera. Qué zarpazo. Todavía ahora me he mirado el hombro con angustia, me hice un rasponazo de película. Así, fui a por la cartera, no antes de comprobar que la bici estaba en perfecto estado, como no podía ser de otra forma, me lo había comido todo yo. No le comenté el accidente, y no sé si él lo sabía y se lo callaba. Aquella situación me recordaba extrañamente a las escenas en que Emilio daba parte a Don Osorio de cómo iban las clases de guitarra con Adriana. Ambos sabían lo que pasaba, pero ninguno decía nada. Ahora él era el ogro y yo el inocente Emilio. Aunque también puede ser que el Sevillano no supiera nada y yo me estaba imaginando aquello producto de la vergüenza y del cansancio.

Después nos despedimos. No sabía si lo iba a volver a ver, pero desde luego la despedida no fue nada excesiva, un hasta luego por su parte y una adiós, que te vaya bien por la mía. Fue unos días más tarde cuando reconocí que debía haberle pedido el número de móvil o el correo, pero bueno, ya no lo volví a ver y probablemente no volveré a verlo. Como diría Emilio, esa era una de esas vidas que se entrecruzan con la tuya un momento y que luego desaparecen por completo. El día siguiente fue muy aburrido: sin fútbol, sin música, sin sevillano, sin magia...